Cuatro de la tarde en un café cualquiera hace algunos días. Diversos perfiles de solitarios freelancers y trabajadores en remoto intentan concentrarse en sus tareas frente a la pantalla de sus portátiles. Luchan contra su instinto de caer rendidos a esta hora de la siesta. Mientras, quienes siguen de vacaciones disfrutan de sus cafés con hielo y su larga sobremesa. El calor aprieta fuera con sus últimos coletazos, pese a que “la vuelta al cole” ya se respira en el ambiente.
De pronto, los distintivos y galopantes acordes de Superstition, de Stevie Wonder, comienzan a invadir la estancia. De manera totalmente involuntaria, todas y todos los presentes comienzan a marcar el ritmo con los pies o con el bolígrafo que sostienen en la mano. Sus cabezas marcan el compás y algunos –menos acomplejados– incluso se balancean rítmicamente en sus sillas.
Bebés con mucho ritmo
No pueden controlarlo; hay canciones y ritmos que nos invitan irremediablemente a movernos. Los humanos (salvo en ciertas condiciones clínicas) tenemos ese instinto que nos hace ponernos a bailar con determinada música, aunque sea luchando con el pudor que este mismo hecho nos genera.
Pero ¿por qué? ¿Qué pasa en nuestro cerebro en esos momentos? “Instintivo” es, probablemente, el mejor término que nos viene a la cabeza para definir la experiencia. Y es que parece que nuestro sistema esté perfectamente engranado para permitir y promover este movimiento irrefrenable. El hecho de que los bebés ya sean capaces de sincronizar sus movimientos a un ritmo externo a los tres meses de vida parece indicar cómo de innata es esta capacidad.
Arrastrados por el groove
Efectivamente, tanto cuando vemos a otras personas bailar como cuando nos exponemos a ciertos tipos de música, se desencadena en nuestro cerebro una respuesta que nos incita a ponernos en movimiento. Investigadores del Center for Music in the Brain (Universidad de Aarhus, Dinamarca) han propuesto recientemente un interesante marco teórico para ella. Concretamente, sugieren que procesamos primero la información sonora y ponemos atención a sus diferentes características (activando, fundamentalmente, la corteza auditiva). Aquí, el ritmo y la percepción del pulso son piezas clave en relación con el baile.
Ciertos estilos musicales y determinadas canciones poseen unas características sonoras que desencadenan una respuesta agradable (a través de la activación del sistema de recompensa, como las cortezas orbitofrontal y cingulada) que nos empuja a bailar. En concreto, nos hace activar regiones de preparación de movimientos, como la corteza premotora y el área suplementaria motora. Esta sensación es lo que se conoce como groove.
Si al sentir este groove decidimos dejarnos llevar, pondremos en marcha todo el sistema de control motor, incluyendo aquellas regiones que han automatizado o aprendido movimientos o coreografías en el pasado, como el cerebelo o los ganglios basales, un conjunto de núcleos en la base interna del cerebro con multitud de funciones cruciales para el aprendizaje o el procesamiento emocional. Los científicos concluyen también que todo este sistema en cadena se ve retroalimentado por el propio baile, lo cual propicia que sigamos sintiendo placer por el hecho de bailar y queramos continuar haciéndolo.
Y… ¿sirve para algo?
Pero, como pasa con la música, hay una segunda pregunta que los investigadores de campos como la neurociencia, la psicología o la antropología se plantean. ¿Por qué hemos mantenido un comportamiento que, a primera vista, no parece suponer ninguna ventaja evolutiva? ¿Cómo es que hemos refinado este sistema cerebral para una actividad que podría parecer simplemente recreativa?
Se ha dicho que el arte, en sus diferentes formas de expresión –incluyendo el baile–, provee a los individuos con herramientas para mejorar su éxito, encontrar una pareja sexual, incrementar su experiencia afectiva o incrementar la cohesión y la comunicación social.
De hecho, algunos autores apoyaban la teoría de que la danza habría evolucionado conjuntamente con la música como una forma de protolenguaje, y que su sentido evolutivo radicaba en sus funciones comunicativas.
Sin embargo, estudios y revisiones recientes van más allá y han llegado a la conclusión de que puede que el baile y la percepción rítmica evolucionaran por separado a la música y el lenguaje. Esta teoría se basa, entre otras nociones, en las múltiples funciones biológicas, sociales y psicológicas sobre las que la danza reporta importantes beneficios para los humanos.
En concreto, hay evidencias de que bailar cumple importantes funciones cognitivas y comportamentales y que nos ayudaría de las siguientes maneras:
Es importante destacar, en cualquier caso, que éste es un campo aún poco explorado desde un punto de vista científico y sistemático. Futuros estudios nos ayudarán a seguir entendiendo las funciones y efectos del baile en nuestro cerebro y su sentido evolutivo.
Una conducta ancestral
Para concluir, el baile ha acompañado a las sociedades humanas al menos desde hace 1,8 millones de años, aunque es difícil datar su origen de manera exacta debido a su naturaleza inmaterial.
Actualmente, las convenciones sociales nos hacen ser un poco pudorosos o pensar que es un arte limitado a los profesionales o una herramienta de cortejo moderno. Sin embargo, las evidencias científicas apuntan a que es una conducta innata o natural que puede ayudarnos a comunicarnos con nuestros semejantes, a regular nuestro estado de ánimo, a mejorar nuestra condición física o a expresar nuestra sexualidad.
Así que ahora podemos sentirnos acompañadas y acompañados por todas estas reflexiones y conocimientos la siguiente vez que suene Don’t stop ‘til you get enough de Michael Jackson y se nos vayan los pies solos hacia la pista de baile.
Por Lucía Vaquero Zamora, Investigadora Postdoctoral en Neurociencia Cognitiva, Universidad Complutense de Madrid.
Este artículo se vuelve a publicar de The Conversation bajo una licencia Creative Commons. Lea el artículo original.