Cuentan que, en una ocasión, cuando el astrónomo, físico y matemático francés Pierre-Simon Laplace regaló un ejemplar de una de sus obras a Napoleón, éste le comentó: “Me han dicho que en este gran libro que habéis escrito sobre el sistema del mundo no se menciona a Dios, su creador”. A lo que Laplace respondió: “No he necesitado de esa hipótesis”.
Durante siglos, los descubrimientos científicos parecían ir en contra de la creencia de Dios. La ciencia hacía retroceder a la religión y el desarrollo tecnológico hacía inútil la necesidad de volverse hacia un Dios para explicar y resolver los problemas humanos. Quienes mantenían una posición creyente experimentaban cierto complejo de inferioridad con respecto al racionalismo. El materialismo se convertía en intelectualmente dominante.
Recientemente se ha presentado el libro Dios. La Ciencia. Las pruebas. El albor de una nueva revolución. Todo un bestseller en Francia con más de 250 000 ejemplares vendidos. Sus autores, Michel Yves Bolloré y Olivier Bonnassies, sostienen que el materialismo es una creencia como cualquier otra y que el estado actual de la ciencia no desmiente la existencia de Dios, sino que más bien la prueba.
La muerte térmica del universo y el Big Bang
Según estos autores, a pesar de la incertidumbre que subsiste acerca de la naturaleza de la materia y la energía oscuras, los datos coherentes de que disponemos actualmente, si las leyes de la naturaleza no cambian con el tiempo, demuestran que el único final posible del universo es su muerte térmica, una consecuencia de la aplicación del segundo principio de la termodinámica.
La hipótesis que hoy recaba el consenso más amplio es que el Universo está en una expansión acelerada. Según esto, dentro de unos 10¹⁰⁰ años tendrá lugar la muerte térmica completa del universo, sumamente dilatado en una expansión máxima en la que llegará a la máxima entropía y será el fin de toda actividad termodinámica.
Comenzará lo que denominan el “Periodo Oscuro” (Dark Era), en el que solo habrá fotones en un espacio gigantesco que tenderá al cero absoluto. El universo, por tanto, no es estático ni eterno y está en evolución.
Y si tiene un fin, debió tener un inicio. El modelo estándar del Big Bang, un universo en expansión con un inicio concreto hace 13 800 millones de años, ha sido verificado y confirmado repetidamente a pesar de los intentos fallidos de elaborar otros modelos.
El universo, por tanto, no es algo fortuito, desordenado y aleatorio, sino que surge de un proceso ajustado en el que cada elemento aparece progresivamente. Todo emerge de un “átomo primitivo”. Antes no había tiempo, ni espacio, ni materia. No había nada.
Tiempo, espacio y materia surgen en un momento concreto. El infinito, por tanto, solo es un concepto. El “antes” estaría fuera de la ciencia experimental. Esta hipótesis, la más coherente y que recaba el mayor consenso actualmente, genera otras preguntas: si el universo no es eterno, ¿qué había antes? ¿La nada, el no tiempo? ¿Cómo surge algo de la nada? Y, sobre todo, ¿por qué surge? Para los autores esto es una prueba de la existencia de un Dios creador.
Aunque existen otras interpretaciones o hipótesis –como la de la inflación cósmica, el universo sin bordes, la teoría de supercuerdas, modelos inflacionistas, un multiverso eterno y cíclico con diez o más dimensiones que surge de leyes preexistentes…– son sumamente complejas, altamente especulativas e improbables de verificar, aunque supongan un ejercicio intelectual y científico interesante.
El libro también incluye un sugerente capítulo sobre la persecución ideológica de los científicos del Big Bang.
El ajuste fino y el paso de lo inerte al mundo vivo
En cosmología, el ajuste fino del universo significa que las condiciones que permiten la vida en el universo solo pueden ocurrir cuando ciertas constantes fundamentales se encuentran en un rango muy estrecho de valores. De este modo, si alguna de esas constantes fuera ligeramente diferente, el universo, la materia y la vida no serían posibles.
El universo aparece como “todo un montaje”, una mecánica con una precisión increíble en la que cada etapa depende de improbables ajustes y engranajes complejos, indispensables, que encajan unos con otros para permitir la existencia y el funcionamiento del conjunto. Es lo que algunos han llamado el principio antrópico, esa aparentemente increíble serie de coincidencias que permiten nuestra presencia en un universo que parece haber sido perfectamente preparado para garantizar nuestra existencia. Desde la fuerza de la gravedad, la fuerza electromagnética, la velocidad de la luz, la constante de Planck, la carga y la masa del electrón y del protón…
Según esto, es difícil sostener que el universo, la materia y el salto de lo inerte a lo vivo hayan surgido del caos, o que el azar y la probabilidad sean la única causa. El materialismo y el azar siguen siendo un desafío y por sí solos no pueden explicar toda la realidad.
Una hipótesis razonable y coherente
En mi opinión, todos estos argumentos no son demostraciones de la existencia de Dios. La ciencia no puede probar la existencia de Dios, como tampoco puede demostrar que no exista. No es necesario que la ciencia apoye a la fe.
Para explicar el mundo que nos rodea no es necesaria una intervención directa de Dios, lo que se suele denominar el “Dios de los huecos”. Cuando hay un “hueco”, algo que no entiendo o para lo que no tengo explicación científica, echo mano de Dios que con su dedo mágico me rellena el hueco. Una “hipótesis” muy atractiva pero quizá no imprescindible. Viene bien aquí recordar la cita “la Biblia no nos dice cómo es el cielo, sino cómo ir al cielo”.
Pero lo que sí demuestran los autores es que la ciencia no necesariamente aleja de Dios y que creer en Dios es algo “razonable”, que para un hombre o una mujer de ciencia en pleno siglo XXI tiene sentido ser creyente. La fe no es irracional, no es un “complemento”: es también una manera consistente de entender la realidad.
La ciencia y la fe se complementan en su fin último, que es el conocimiento de la verdad del mundo y del ser humano. La ciencia nos va a interrogar y nos va a dar respuesta (o por lo menos lo va a intentar) sobre cómo son las cosas. Y la fe lo que nos dará a algunos es la razón, el sentido, el por qué. Pero no son territorios independientes, sino complementarios.
Para las personas que tenemos fe, ésta es un estímulo para seguir investigando apasionadamente, porque cuanto más se conoce el mundo que nos rodea, más se conoce a Dios. ¿Y si surge algún tipo de contradicción entre lo que me dice la ciencia y lo que me sugiere la fe? La realidad es una, esas aparentes contradicciones son un estímulo para seguir estudiando e investigando más.
Como escribe Robert W. Wilson (Premio Nobel de Física de 1978) en el prólogo del libro: “Un ser superior podría estar en el origen del universo; aunque esta tesis general no me parece una explicación suficiente, acepto su coherencia”. La afirmación “la ciencia no desmiente la existencia de Dios, sino que más bien la prueba” propone un debate esencial sin insultos ni degradaciones ni cancelaciones. Pensar las cosas con profundidad no tiene por qué suponer descartar “la hipótesis de Dios”.
Por Ignacio López-Goñi, Miembro de la SEM (Sociedad Española de Microbiología) y Catedrático de Microbiología, Universidad de Navarra.
Este artículo se vuelve a publicar de The Conversation bajo una licencia Creative Commons. Lea el artículo original.