La mañana en que Emiliano nació, no salió el sol. El día estaba oscuro. Unas extrañas nubes en forma de garras dominaban el firmamento. Los más supersticiosos sentían que una tragedia se venía, y lo dieron por descontado cuando a las 4:15 los gallos cantaron una melodía ronca y chillona.
Los gritos de Soledad Rodríguez ahuyentaron la calma del pueblo,rodeado por verdes montañas y olorosos arbustos de café, y formado por apenas 35 casitas, una placita en el centro y una iglesia.
Durante la noche nadie durmió. Soledad no paró de gemir como hiena envenenada. Su rostro bañado en sudor, daba cuenta del calvario que la consumía, con apenas 16 años cumplidos. Las contracciones habían atacado, sin piedad, a la única hija de los Rodríguez. Ni los ungüentos de Ramona Gómez, la partera que había recibido a todos los niños del pueblo, sirvieron para apagar los gritos de Soledad.
-“Este chamaco no quiere nacer”, decía la vieja, con resignación, mientras se rascaba su blanca cabellera y se mordía los labios, con los dos únicos dientes que le quedaban.
Era la primera vez en sus 87 años de vida que un parto le sacaba tantas canas. Ni siquiera sudó tanto cuando nacieron las trillizas de su hermana Rosa, evento que el pueblo vio como una maldición, rumor que se regó más allá de las montañas. Tres días después, la viejecita habría de morir.
Jacinto, el padre de la niña, estaba casi inmóvil, echado sobre una rústica mecedora de cuero, cuando escuchó un llanto que parecía más el de un gato herido, un llanto tan seco, que hizo resonar hasta las campanas de la iglesia. El hombre abrió la puerta del cuarto principal de la casita, de un solo empujón. Un frío sepulcral se adueñó de su cuerpo al ver a su hija desgonzada en la cama, con la mirada clavada en un cuadro de la Virgencita, colgado cerca de la ventana que daba a la calle, y a la partera tirada en una silla, sin aliento.
-“¡Es un varón!, ¡es un varón!”, dijo a su esposo, Rosenda Gómez, con una sonrisa nerviosa y voz temblorosa, mientras enseñaba a Emiliano, el primer nieto de la pareja: un bebé más grande de lo normal, cabezón, con el ceño arrugado, y blanco como el infierno. Jacinto lo miró con pesar, y aunque años después admitió que le estremeció el corazón verle los ojitos nublados al bebé, en ese momento pensó en el niño con dolor.
La hija de los Rodríguez se había marchado de casa, dos años atrás, en un amanecer lluvioso, antes de que cantaran los gallos. Con el tiempo confesó que estaba aburrida del día a día de sus padres: él de 58 años y ella de 37. La niña se cansó de las labores rurales, y quería probar su libertad.
Apenas una semana atrás, tras enterarse por camioneros que pasaban por la carretera principal, que Soledad vendía sus gracias en un burdel, a cuatro horas del pueblo, sin decirle nada a su esposa, Jacinto se puso la ruana y sus roidas sandalias, y agarró su mula con la esperanza de poder traer de vuelta a la discola muchacha.
Tras un largo recorrido en busca del sitio de lenocinio que le habían mencionado, el hombre llegó a “Las puertas del cielo”, y tras cruzar la entrada de madera, como agarrando fuerzas, Jacinto se sentó en una mesita, pidió dos tragos de chirrinche, se los bajó uno detrás del otro, y se presentó con Adelfa, la más vieja del burdel. La amable cincuentona le confirmó que su niña era una de “las princecitas” más apetecidas que alegraba a los visitantes de la vieja casona, y haciéndolas de juglar, le contó que Soledad estaba preñada, y que según otra señorita que trabajaba ahí, experta en nacimientos, el bebé pronto llegaría al mundo. Las sospechas sobre quién era el padre del niño en camino, caían por lo menos en unos 30 clientes, que con la misma rigurosidad con la que iban a misa, hacían sus paraditas en la casa de citas.
Tras dar su primer chillido, el chisme del bastardito Emiliano se regó como pólvora en el pueblo. Los vecinos no paraban de hablar de la casquivana, pelandusca y furcia hija de los Rodríguez, y del sino que le esperaba al más joven del caserío, al hijo del pecado. El sacerdote que administraba los sacramentos se había negado a bautizar al pequeño, quien aunque engendrado en “Las puertas del cielo”, era visto como una abominación que solo podría quedar confiado a la Misericordia divina. En caso de morir, no podría entrar al Reino.
Pero la mañana del 12 de septiembre de 1919, la noticia de la existencia de hijo del burdel se difundió de manera oficial. Jacinto y su familia madrugaron muy temprano, se pusieron sus mejores trajes y llegaron a la iglesia, a la misa de 5:00.
Con su bebé en brazos, quien iba vestidito con un enterizo de tul blanco y la cabecita descubierta, Soledad, quien llevaba el pelo recogido en una moña alta, que se asomaba bajo su sencilla mantilla, y un pintalabios rojo, más intenso que la misma sangre, comezó su entrada a la casa de Dios. Llegó altiva, como un pavo real.
Atrás, y casi como dos fieles escoltas angelicales, caminaron Jacinto y Rosenda Gómez, agarraditos de las manos, marcando su marcha con el susurro que los tacones de sus envejecidos zapatos soltaban al chocar contra las baldosas del templo. Los Rodríguez avanzaron juntos hacia el púlpito, pretendiendo ser ignorados.
Un silencio ensordecedor se apoderó de la iglesia. Las miradas atónitas de unos 50 feligreses: los hombres sentados a la derecha y las mujeres a la izquierda, se volvieron un solo ojo que seguía al retador y lento recorrido de los Rodríguez, como cuando los niños se quedaban embobados viendo pasar el tren de carga pesada todos los viernes.
A solo unos pasos del altar, Soledad le enterró la mirada al cura, quien reburdeando como un toro, soltó un golpe contra la mesa de la Comunión, y vociferó un grito que hizo vibrar hasta los clavos del Cristo que estaba colgado a sus espaldas. Levantó con ira su índice derecho, le pidió a los Rodríguez que abandonaran la casa de Dios, y les recordó que la única put* que Jesús había aceptado, era María Magdalena.
Ignorando la orden divina, Soledad hizo una reverencia al Cristo, caminó hasta la pila bautismal, ubicada al lado derecho del altar, y secundada por Jacinto y Rosenda, metió su mano derecha al baptisterio, tomó un poco de agua bendita, y la dejó caer sobre la cabecita de Emiliano.
Un estruendoso berrido del bebé se mezcló en una sola melodía con las miradas pasmadas de los feligreses, y llenándose de solemnidad, Soledad tomó la crisma del sagrario, untó uno de sus dedos en la jarrita del aceite sagrado, y ungiendo a su bebé, le hizo la señal de la cruz en la frente y le dio entrada a su niño al Reino de los cielos.
-“Yo, Soledad Rodríguez, te bautizo con el nombre de Emiliano, ante los ojos de Dios, de tus abuelos y de tu madre, que es una pu**, en el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu santo, Amén”.
By: Andrés Tutek